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Siglos atrás, una corriente de pensamiento teológico distinguía tres “potencias del alma”: la memoria, el entendimiento y la voluntad. Ya entonces se reconocía el papel central de la memoria en la definición de la identidad (somos lo que hemos sido) y en la pervivencia de los dolores, así como de los goces (“lo comido y lo bailado…”). A propósito de esto último, algunos místicos de antaño recomendaban ejercicios para sojuzgar a la memoria, purificándola del recuerdo mismo de los placeres.
Hoy, la memoria tiene mala prensa, sobre todo en el ámbito de la educación. No seré yo quien argumente a favor de una enseñanza repetitiva, que ponga el énfasis en el recuerdo automático de fechas, nombres o cifras, en menoscabo de la comprensión de lo que se retiene. Sin embargo, creo firmemente que últimamente el péndulo se ha movido hacia el otro extremo. Todavía pienso, contra el parecer de la mayoría de los pedagogos actuales, que es útil que los niños aprendan de memoria las tablas de multiplicar o que sean capaces de recitar algunas poesías de corrido. El punto no es tratar de facilitarles funciones que pueden realizar instantáneamente con una calculadora o tipeando algunas cuantas palabras en el buscador Google. Se trata, más bien, de fortificar una función mental que será un valioso auxiliar para ellos, en su larga jornada por los senderos del saber y del quehacer.
Recordar bien no consiste en ser capaz de evocar un dato cualquiera, extrayéndolo con certidumbre de entre un confuso amontonamiento de información. Más bien se parece a la función de organizar un buen sistema de archivos computacionales, con carpetas y sub-carpetas bien dispuestas, dentro de las cuales uno sabe lo que va a encontrar. También es esencial aprender a recuperar “transversalmente” datos relevantes que hemos almacenado en distintos compartimentos de nuestros recuerdos. Si conseguimos hacerlo con cierta destreza, nos sorprenderá comprobar la relevancia que puede llegar a tener cierta información que, mirada aisladamente, parecería trivial.
Para conseguir todo lo anterior, retener demasiado (o absolutamente todo, como el personaje Funes, de uno de los cuentos de Jorge Borges) es un gravoso obstáculo. Se dice que la memoria se puede recargar, tal como un disco duro que copa su capacidad y que no puede seguir almacenando información si no se borra alguna. No lo sé. Pero sí creo en el proverbio que afirma que una de las medidas del progreso es nuestra capacidad de olvidar.
Sobre mi propio caminar de la mano de la memoria, todavía recuerdo el día en que mi profesor jefe de tercero básico pidió un voluntario para recitar de memoria “La Higuera”, un poema de la uruguaya Juana de Ibarbourou, en un acto del colegio. Me ofrecí, declamé sin errores y desde entonces no he parado de hablar en público. (En contraste, también en ese año me ofrecí para participar en el coro del colegio, hasta que el profesor que lo dirigía me mandó de vuelta a la sala de clases por “rana”, y nunca más he podido cantar ante otros).
En ese entonces tenía apenas ocho años. A poco andar, noté que las más apasionadas aficiones de mis compañeros estaban construidas sobre la capacidad de memorizar: las estadísticas del fútbol, los nombres de los artistas de Hollywood, las letras de canciones… La intuición me dijo que una memoria bien acerada sería un instrumento invaluable para explorar todas mis curiosidades. Comencé, entonces a cultivar esa facultad deliberadamente. Años más tarde, cuando ya estaba a punto de salir del colegio, el maestro nacional de ajedrez René Letelier me enseñó algunas técnicas de memorización que practico hasta ahora.
Y así, llegué a pensar que no había ámbito de lo humano en que no interviniera la memoria. Hasta que un amigo me hizo ver que hay significativas excepciones, recitándome este desopilante poema, aprendido de su padre:
"Admiróse un portugués
de ver que en su tierna infancia
todos los niños en Francia
supiesen hablar francés.
”Arte diabólica es”,
dijo, torciendo el mostacho,
”esto de hablar en gabacho.
Un hidalgo en Portugal
llega a viejo y lo habla mal;
y aquí lo parla un muchacho”.