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Hoy no vivimos un tiempo de grandes crisis como nación. Debiera, por ello, ser un momento más propicio para considerar nuestro futuro. Con ese fin, es conveniente comenzar por recordar algunas enseñanzas que la historia nos ha (o debiera haber) inculcado:
No todo cambio significa progreso, pero todo verdadero progreso ha tenido su origen en algún giro radicalmente novedoso y sorpresivo, el cual ha sido, en un comienzo, fuertemente resistido.
Abrazar irreflexivamente todo cambio de fondo supone, la mayoría de las veces, saltar al vacío y arriesgar grandes pérdidas. Rechazarlos instintivamente implica cerrarse a la posibilidad de progreso. He ahí el meollo de los principales conflictos ideológicos y generacionales de todos los tiempos.
La actitud de apertura crítica hacia los cambios, sin rechazarlos de partida ni tampoco correr a aceptarlos, es indispensable y, a la vez, muy infrecuente. El temor a los cambios deriva del más poderoso de los impulsos inscrito en los genes de los seres vivos: el de conservación. Cuando se ha alcanzado un cierto equilibrio en las condiciones personales y grupales de seguridad y supervivencia, toda alteración mayor conlleva incertidumbre o la perspectiva de pagar un alto costo. Por tanto, suele ser instintivamente resistida.
Entonces, por definición, quienes proponen o impulsan grandes cambios son quienes buscan construir su propio nicho de identidad, realización y seguridad, en oposición a lo ya consagrado, que no les deja espacio. Se trata de jóvenes, de edad o de espíritu. Lo más frecuente, también, es que una vez que han alcanzado el éxito (si lo logran) se vuelvan renuentes a aceptar otras innovaciones.
El ejemplo más clásico de oposición al cambio inevitable es el movimiento llamado Ludita, que surgió en Inglaterra con el desarrollo de la producción industrial. Se fundaba en una oposición violenta a las máquinas y una nostalgia por la época de producción artesanal. Como un eco distante de aquello, en las últimas décadas ha habido incontables personas y empresas que rehusaron adaptarse a la revolución tecnológica binaria hasta que fue demasiado tarde.
Otra faceta de la resistencia a tomar decisiones que suponen grandes cambios o enfrentar muy elevados costos es la tendencia a postergar lo inevitable hasta que una trágica crisis toma la decisión en vez de nosotros. Dos ejemplos, uno tomado de la historia mundial contemporánea y otro de nuestro pasado reciente, ilustran este punto:
La renuencia de los poderes occidentales a detener a Hitler, cuando aún se estaba a tiempo, tenía su raíz en el temor al enorme costo que suponía entrar nuevamente a un conflicto bélico; en los hechos, la Segunda Guerra Mundial se desató de todos modos, dejando un saldo de destrucción y sangre cien veces peor que el más terrible de los escenarios que se buscaba, en vano, evitar.
Una parálisis política muy distinta, pero fundada en parecida imposibilidad de tomar decisiones difíciles, inmovilizó al Gobierno de Allende, de cara a un drama de final anunciado.
Hoy en nuestro país no se divisan, en el horizonte próximo, nubes agoreras de un inminente desastre. Sin embargo, no es demasiado temprano para anticipar que la desigualdad de oportunidades y la exclusión social que ésta genera, irán resquebrajando cada vez más nuestra convivencia.
Todo el mundo concuerda que una de las principales herramientas para enfrentar tal exclusión social es una educación de calidad para todos (esto vale también para la necesaria reforma del sistema universitario público y privado). El obstáculo es que alcanzar esa meta supone elevadísimos costos, decisiones muy de fondo y una voluntad nacional y política de mantener el curso de acción por un período de tiempo mucho más extenso que los plazos del calendario electoral. Por tanto, la tendencia es a dejarnos estar hasta que los hechos nos sacudan de arriba abajo.
Una conducción política superior podría, quizás, movilizar la voluntad nacional. La historia, lamentablemente, nos muestra que los pocos liderazgos que han logrado galvanizar la voluntad de toda una nación, se produjeron cuando ya había una crisis desatada y era preciso prometer al pueblo no miel y hojuelas, sino sangre, sudor y lágrimas. En tiempos más “normales”, convencer a la gente de hacer grandes esfuerzos y sacrificios para alcanzar un objetivo o para evitar desastres que no se dibujan claramente en el escenario futuro es tarea sobrehumana. Pero no por ello menos necesaria.