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La política exterior de Chile ha sido cautelosa; muy cautelosa. Ello tiene que ver con la auto-percepción de nuestra imagen como país. Por ejemplo, sentimos que nuestros vecinos de América latina nos ven como al mateo del curso: nos reconocen méritos pero no les caemos muy bien. Por tanto, es mejor pasar desapercibidos (o más bien hacernos notar como recatados), manteniendo el apego a la legalidad internacional, participando en todas las iniciativas regionales, dialogando y cuidándonos de no pisar callos.
Esta actitud, correcta o no, subestima nuestro capital simbólico que es desproporcionadamente alto si se considera nuestro modesto peso geopolítico. Por muchas décadas, Chile ha sido uno de los países favoritos de economistas y cientistas sociales del mundo, debido a los innovadores (y a veces trágicos) experimentos políticos y económicos que hemos ensayado.
Años atrás apareció en Estados Unidos un artículo sobre “Los Estados-marca”, que destacaba la importancia que tenía para los países el que fueran identificados internacionalmente por ciertos rasgos simbólicos. Por ejemplo, Finlandia se percibe como una nación pequeña de excelente educación pública, alta tecnología y nula corrupción. Noruega, como un país rico en recursos, prudente en su política fiscal y promotor de la paz en el mundo. Costa Rica, como una sede jurídica para las Américas, preocupada, además, del medio ambiente.
¿Y la imagen de Chile? Recuerdo tres ejemplos de intentos publicitarios que trataron de reflejarla: el témpano de hielo que exhibimos en la Exposición Internacional de Sevilla, en 1992; el fallido slogan “All ways surprising” que intentaba promocionar a nuestro país mediante un juego de palabras entre “siempre sorprendente” y “sorprendente de muchas maneras”, que no funciona bien en inglés; y la idea que circuló por un tiempo el año 2010 de “do it the Chilean way”, tratando de aprovechar nuestra súbita notoriedad mundial por el exitoso rescate de los 33 mineros.
El primero de esos ejemplos enfatizaba tanto las bellezas naturales del extremo sur del país, como el carácter “no-tropical” del hielo y la proeza técnica de remolcar un témpano a través de los mares. Se supone que el segundo quería destacar el carácter único de la naturaleza y la gente de Chile, en sus distintas facetas. El tercero apuntaba a nuestra condición de súper maestro chasquilla, capaz de hallar soluciones que avergonzarían al más ducho de los técnicos. Este último lema era un tanto arrogante y quizás por eso se desechó. Se supone que la jactancia no es un Chilean way, aunque sea difícil mantener esa suposición de cara al desplante de nuestros nuevos empresarios.
Creo que la marca Chile se reconoce en el exterior (por parte de quienes nos ubican en el mapa). Las ideas matrices serían: variada naturaleza; legalidad; un país “serio” institucional y financieramente, lo que nos distingue en nuestra región; rico patrimonio literario; gente circunspecta (algunos dirían un tanto hipócrita) pero, en definitiva, acogedora… Los más informados conocerán también algunas de nuestras muchas falencias.
Lo más que podemos hacer es eventualmente trabajar bien la imagen que ya existe y que no anda muy descaminada. A veces nos sorprenden desde el extranjero con características inesperadas, como la reciente recomendación del New York Times que propone a Santiago como destino turístico top del 2011. Los santiaguinos reaccionamos con incredulidad.
El secreto de cultivar una marca reside en recordar que la humildad es andar en verdad: ni pecar de vanidoso, ni caer en la falsa modestia. Y tener claro también que una “marca-país” no se agota en el truco publicitario o en el slogan, sino que es un método para reconocer dónde tenemos puesta la vara y para elevarla aún más.
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