domingo, 21 de agosto de 2011

COMO PARA LLEGAR Y LLEVAR


“Que el comprador esté vigilante”, dice una antigua máxima de la cultura económica anglosajona. Es decir, no le correspondería al Estado proteger a los consumidores de su propia desidia o necedad pues no habría mejor juez que nosotros mismos sobre lo que más nos conviene.

Por tanto, si alguien quiere donarle sus ahorros a un predicador televisivo que le promete la vida eterna a cambio de su dinero, sería problema suyo. Y si un esforzado trabajador, malo para calcular pero aguijoneado por el impulso a consumir, se fija sólo en la cuota que deberá pagar por un artículo comprado a crédito, aunque al final termine desembolsando el doble o triple de su precio al contado, también sería problema suyo. Por esta vía, por cierto, se da cancha libre a la usura disfrazada de venta a plazo.

Sin embargo, en los países desarrollados, incluso los anglosajones, el lema de la autosuficiencia del comprador se ha ido matizando fuertemente a favor de una significativa protección del consumidor. La experiencia de siglos de capitalismo ha dejado como lección que es preciso hallar un equilibrio entre libertad y regulación. El emprendimiento individual, ya se sabe, tiene una dimensión creativa y un potencial depredador. Por lo mismo, el secreto para que el mercado funcione en beneficio de todos consistiría en crear incentivos que fomenten lo primero y desalienten lo segundo. Esto último significa, entre otras cosas, proteger al más débil y atomizado de los actores económicos: el consumidor, en especial el que accede a servicios financieros.

En cambio, sobre esta materia Chile no ha alcanzado estándares modernos. Si bien en todo tiempo y lugar los sectores económicos involucrados resisten las regulaciones, en nuestro país los bancos y las super-tiendas han sido especialmente exitosos en frenar los controles más efectivos. Esta oposición se ha hecho en nombre de la libre empresa y el progreso, valiéndose a menudo de un lenguaje eufemístico.

El reciente escándalo de La Polar es un buen ejemplo de todo lo anterior. Orientada hacia el comprador popular, esta super-tienda descansaba más que ninguna otra en las utilidades de sus servicios financieros (léase la usura encubierta de las ventas a plazo). El abuso que supone recalcular las deudas de miles de clientes se disfrazaba con la expresión oblicua de repactación unilateral (todo pacto supone necesariamente una concurrencia de voluntades y por definición no puede ser “unilateral”). Además, los mismos ejecutivos de la empresa al parecer actuaron bajo el impulso de incentivos perversos.

En el sistema de economía abierta y en particular en el sector financiero, la regulación va siempre un paso atrás del ingenio de los aprovechadores, incluso en los países avanzados. En el nuestro, que tiene la aspiración de llegar a serlo, el retraso es mayor. Hace falta un servicio de defensa del consumidor con más poderes y, si se llega a aprobar un SERNAC financiero, sería preciso dotarlo de la posibilidad de actuar con energía y de propia iniciativa. La naturaleza humana no ha cambiado mucho pero los incentivos pueden y deben cambiar. Si el abuso cuesta caro, ocurrirá con menos frecuencia.