lunes, 7 de febrero de 2011

CRISIS ANUNCIADAS


Hoy no vivimos un tiempo de grandes crisis como nación. Debiera, por ello, ser un momento más propicio para considerar nuestro futuro. Con ese fin, es conveniente comenzar por recordar algunas enseñanzas que la historia nos ha (o debiera haber) inculcado:

No todo cambio significa progreso, pero todo verdadero progreso ha tenido su origen en algún giro radicalmente novedoso y sorpresivo, el cual ha sido, en un comienzo, fuertemente resistido.

Abrazar irreflexivamente todo cambio de fondo supone, la mayoría de las veces, saltar al vacío y arriesgar grandes pérdidas. Rechazarlos instintivamente implica cerrarse a la posibilidad de progreso. He ahí el meollo de los principales conflictos ideológicos y generacionales de todos los tiempos.

La actitud de apertura crítica hacia los cambios, sin rechazarlos de partida ni tampoco correr a aceptarlos, es indispensable y, a la vez, muy infrecuente. El temor a los cambios deriva del más poderoso de los impulsos inscrito en los genes de los seres vivos: el de conservación. Cuando se ha alcanzado un cierto equilibrio en las condiciones personales y grupales de seguridad y supervivencia, toda alteración mayor conlleva incertidumbre o la perspectiva de pagar un alto costo. Por tanto, suele ser instintivamente resistida.

Entonces, por definición, quienes proponen o impulsan grandes cambios son quienes buscan construir su propio nicho de identidad, realización y seguridad, en oposición a lo ya consagrado, que no les deja espacio. Se trata de jóvenes, de edad o de espíritu. Lo más frecuente, también, es que una vez que han alcanzado el éxito (si lo logran) se vuelvan renuentes a aceptar otras innovaciones.

El ejemplo más clásico de oposición al cambio inevitable es el movimiento llamado Ludita, que surgió en Inglaterra con el desarrollo de la producción industrial. Se fundaba en una oposición violenta a las máquinas y una nostalgia por la época de producción artesanal. Como un eco distante de aquello, en las últimas décadas ha habido incontables personas y empresas que rehusaron adaptarse a la revolución tecnológica binaria hasta que fue demasiado tarde.

Otra faceta de la resistencia a tomar decisiones que suponen grandes cambios o enfrentar muy elevados costos es la tendencia a postergar lo inevitable hasta que una trágica crisis toma la decisión en vez de nosotros. Dos ejemplos, uno tomado de la historia mundial contemporánea y otro de nuestro pasado reciente, ilustran este punto:

La renuencia de los poderes occidentales a detener a Hitler, cuando aún se estaba a tiempo, tenía su raíz en el temor al enorme costo que suponía entrar nuevamente a un conflicto bélico; en los hechos, la Segunda Guerra Mundial se desató de todos modos, dejando un saldo de destrucción y sangre cien veces peor que el más terrible de los escenarios que se buscaba, en vano, evitar.

Una parálisis política muy distinta, pero fundada en parecida imposibilidad de tomar decisiones difíciles, inmovilizó al Gobierno de Allende, de cara a un drama de final anunciado.

Hoy en nuestro país no se divisan, en el horizonte próximo, nubes agoreras de un inminente desastre. Sin embargo, no es demasiado temprano para anticipar que la desigualdad de oportunidades y la exclusión social que ésta genera, irán resquebrajando cada vez más nuestra convivencia.

Todo el mundo concuerda que una de las principales herramientas para enfrentar tal exclusión social es una educación de calidad para todos (esto vale también para la necesaria reforma del sistema universitario público y privado). El obstáculo es que alcanzar esa meta supone elevadísimos costos, decisiones muy de fondo y una voluntad nacional y política de mantener el curso de acción por un período de tiempo mucho más extenso que los plazos del calendario electoral. Por tanto, la tendencia es a dejarnos estar hasta que los hechos nos sacudan de arriba abajo.

Una conducción política superior podría, quizás, movilizar la voluntad nacional. La historia, lamentablemente, nos muestra que los pocos liderazgos que han logrado galvanizar la voluntad de toda una nación, se produjeron cuando ya había una crisis desatada y era preciso prometer al pueblo no miel y hojuelas, sino sangre, sudor y lágrimas. En tiempos más “normales”, convencer a la gente de hacer grandes esfuerzos y sacrificios para alcanzar un objetivo o para evitar desastres que no se dibujan claramente en el escenario futuro es tarea sobrehumana. Pero no por ello menos necesaria.

LA MARCA "CHILE"


La política exterior de Chile ha sido cautelosa; muy cautelosa. Ello tiene que ver con la auto-percepción de nuestra imagen como país. Por ejemplo, sentimos que nuestros vecinos de América latina nos ven como al mateo del curso: nos reconocen méritos pero no les caemos muy bien. Por tanto, es mejor pasar desapercibidos (o más bien hacernos notar como recatados), manteniendo el apego a la legalidad internacional, participando en todas las iniciativas regionales, dialogando y cuidándonos de no pisar callos.

Esta actitud, correcta o no, subestima nuestro capital simbólico que es desproporcionadamente alto si se considera nuestro modesto peso geopolítico. Por muchas décadas, Chile ha sido uno de los países favoritos de economistas y cientistas sociales del mundo, debido a los innovadores (y a veces trágicos) experimentos políticos y económicos que hemos ensayado.

Años atrás apareció en Estados Unidos un artículo sobre “Los Estados-marca”, que destacaba la importancia que tenía para los países el que fueran identificados internacionalmente por ciertos rasgos simbólicos. Por ejemplo, Finlandia se percibe como una nación pequeña de excelente educación pública, alta tecnología y nula corrupción. Noruega, como un país rico en recursos, prudente en su política fiscal y promotor de la paz en el mundo. Costa Rica, como una sede jurídica para las Américas, preocupada, además, del medio ambiente.

¿Y la imagen de Chile? Recuerdo tres ejemplos de intentos publicitarios que trataron de reflejarla: el témpano de hielo que exhibimos en la Exposición Internacional de Sevilla, en 1992; el fallido slogan “All ways surprising” que intentaba promocionar a nuestro país mediante un juego de palabras entre “siempre sorprendente” y “sorprendente de muchas maneras”, que no funciona bien en inglés; y la idea que circuló por un tiempo el año 2010 de “do it the Chilean way”, tratando de aprovechar nuestra súbita notoriedad mundial por el exitoso rescate de los 33 mineros.

El primero de esos ejemplos enfatizaba tanto las bellezas naturales del extremo sur del país, como el carácter “no-tropical” del hielo y la proeza técnica de remolcar un témpano a través de los mares. Se supone que el segundo quería destacar el carácter único de la naturaleza y la gente de Chile, en sus distintas facetas. El tercero apuntaba a nuestra condición de súper maestro chasquilla, capaz de hallar soluciones que avergonzarían al más ducho de los técnicos. Este último lema era un tanto arrogante y quizás por eso se desechó. Se supone que la jactancia no es un Chilean way, aunque sea difícil mantener esa suposición de cara al desplante de nuestros nuevos empresarios.

Creo que la marca Chile se reconoce en el exterior (por parte de quienes nos ubican en el mapa). Las ideas matrices serían: variada naturaleza; legalidad; un país “serio” institucional y financieramente, lo que nos distingue en nuestra región; rico patrimonio literario; gente circunspecta (algunos dirían un tanto hipócrita) pero, en definitiva, acogedora… Los más informados conocerán también algunas de nuestras muchas falencias.

Lo más que podemos hacer es eventualmente trabajar bien la imagen que ya existe y que no anda muy descaminada. A veces nos sorprenden desde el extranjero con características inesperadas, como la reciente recomendación del New York Times que propone a Santiago como destino turístico top del 2011. Los santiaguinos reaccionamos con incredulidad.

El secreto de cultivar una marca reside en recordar que la humildad es andar en verdad: ni pecar de vanidoso, ni caer en la falsa modestia. Y tener claro también que una “marca-país” no se agota en el truco publicitario o en el slogan, sino que es un método para reconocer dónde tenemos puesta la vara y para elevarla aún más.

¿OTRAS ESPECIES HUMANAS?


En enero del año 2000 tuve el privilegio de conversar con el Dr. Meselson, un renombrado biólogo de la Universidad de Harvard.. En ese encuentro me dijo que había tres principios ineluctables sobre nuevos inventos o descubrimientos, sean estos referidos al poderío nuclear, la genética u otro campo: (i) una vez inventados ya no se pueden desinventar; (ii) si una persona, grupo o entidad se interesa por emplearlos, más tarde o más temprano se usarán; (iii) cada vez se volverán más baratos y accesibles.

Todo esto lo dijo a propósito de la posibilidad de que, mediante ingeniería genética, en el curso de medio siglo o incluso menos, un determinado grupo racial, social o de otro tipo, llegara a obtener que los individuos de ese grupo solamente pudieran cruzarse entre ellos, de modo que terminarían por formar algo así como una sub-especie aparte.

¿Ciencia ficción? Tiempo atrás se podría haber considerado una mera fantasía. Sin embargo, con el avance vertiginoso de la tecnología, las nuevas generaciones (y las no tan nuevas) perciben que todo es posible y en un futuro no demasiado distante. Aún recuerdo que en los años setenta yo acostumbraba a decir algo que ya se veía como inminente y no era nada difícil de vislumbrar: que en pocos años más habría un computador en cada casa. Muchos amigos que consideraban esa posibilidad como inhumana hoy no se desprenden ni por un segundo de su blackberry o su i-pad. En otro plano, hoy en día, cuando el fin del predominio de los libros y otros textos impresos en ámbito de la palabra escrita es inminente, hay muchos que se aferran al formato, textura e incluso el olor del papel. No sé si el cambio del pergamino al libro produjo en su momento una zozobra equivalente, pero lo creo probable.

Regresando a los temores del Dr. Meselson, hay que decir que ya muchos otros científicos venían considerando que los cambios tecnológicos podían llegar a generar una especie humana tan distinta a la que conocemos desde la invención de la escritura, que no sabríamos reconocer esa humanidad que estará formada por los nietos de nuestros nietos y ellos no podrían identificarse el pasado que para entonces nosotros seremos. ¿Qué cambios tecnológicos? Aquellos que pueden incidir en lo que, hasta donde sabemos, define nuestra condición humana: la extrema longevidad o cuasi-inmortalidad que sustituiría a nuestra conciencia actual de mortalidad; la expansión ilimitada de nuestro potencial mental mediante una simbiosis entre sistema nervioso y computación y un cambio fundamental en las grandes coordenadas del placer y el dolor.

Lo que Meselson agregó a esa intuición sobre probables cambios fundamentales en la condición humana, es la posibilidad de que ello ocurra segmentadamente, para ciertos grupos humanos, los cuales cerrarían la puerta tras de sí, luego de haberse trasladado a otro plano de humanidad.

¿Qué hoy parece demasiado tenebroso como para pensar en ello? Sí; pero consideremos que si se hubiera hablado, a comienzos del siglo pasado, del control de la natalidad, la fertilización in vitro o la clonación (sin mencionar las armas nucleares) todos hubieran dicho que era tan inconcebible e inhumano que no cabía ni siquiera imaginárselo.

Y ante esta perspectiva, ¿hay algo que se pueda hacer? No mucho. Uno podría plantear la vigencia de ciertos principios éticos, en cualquier circunstancia, pero estas normas serían extremadamente generales: consideración y respeto por todo ser viviente y poco más. Y en todo caso ello estaría sujeto a la determinación de quienes tomarían el control.

¿Pesimista? Quizás, aunque siempre me consideré más bien optimista. No será el fin de la historia, pero sí de un muy magno capítulo. ¿Buscar refugio en la religión? Un columnista chileno escribió una vez algo que parece arrogante, pero no lo estimo así: ese tipo de consuelo se paga a un precio muy alto; el de la lucidez.