martes, 30 de marzo de 2010

¿HOMBRE NUEVO?



La Revolución Francesa buscaba crear un hombre nuevo, en tanto que quienes forjaron la independencia de los Estados Unidos, sólo aspiraban a un hombre mejor. En su celo renovador, la Francia de los jacobinos terminó cambiando los meses del año, estableciendo comités de moral pública y ejecutando hasta a sus propios dirigentes. Por esos mismos años, Estados Unidos organizaba un sistema político imperfecto pero razonable. Muchos dirán que, dos siglos más tarde, ese país se ha transformado en un abusivo hegemón mundial que ha renegado de la ética de sus fundadores y que, junto a su abrumador poderío, alberga profundas injusticias. Cierto; pero de ahí a suponer que ello se debe a que no instauró, en su origen, ni la guillotina ni tribunales revolucionarios, hay un abismo.

El punto central sobre el afán de construir un “hombre nuevo” es que la biología demora tres ceros más que la cultura. En otras palabras, si toma cientos de años forjar una cultura social, los cambios profundos de la naturaleza humana requieren de cientos de miles de años. Es posible que la ingeniería genética desmienta este truismo antes de que termine el presente siglo, pero estamos hablando, por ahora, de lo que nos enseña la historia registrada, por mucho que podamos estar viviendo en su fase crepuscular. Y lo que ésta nos dice es que la capacidad de soñar es fundamental para el progreso de la humanidad, pero que después de la imaginación viene la responsabilidad. Sin un cable a tierra, el sueño de la razón, como nos recuerda Goya, engendra monstruos.

Con todo, hoy en día siguen apareciendo en la escena política redentores auto-designados que prometen, en el curso de unas cuantas generaciones, un hombre nuevo. ¿Y quiénes les creen o necesitan creerles? En sus propios países, los desposeídos de siempre que no pueden imaginar que lo que los demagogos prometen pueda ser peor que la miseria que han vivido hasta entonces. En el concierto internacional, los apoyan aquellos que vieron derrumbarse sus catedrales, religiosas o seculares, y ahora deambulan como zombies, buscando un nuevo mesías, que si resulta ser alguien que se atreve a mostrarle el dedo del centro a los Estados Unidos, tanto mejor. Ah, y también algunos artistas de Hollywood, herederos de esas celebridades que hace más de treinta años visitaban con reverencia la China de Mao y se creían el cuento de que los académicos chinos a los que la Revolución Cultural había condenado a limpiar establos como parte de su “re-educación”, de verdad agradecían la oportunidad de enmendar sus errores y entrar en contacto directo con el proceso digestivo de la vaca.

Esto último me recuerda a unos extranjeros que vinieron a Chile, en 1974, en solidaridad con los perseguidos. Una noche, durante una cena con ellos, uno de los visitantes enunció, solemnemente, que la única revolución exitosa había sido la de Mao Tse-tung. Otro de los presentes le preguntó, con cortés extrañeza, ¿por qué?. La respuesta fue: “porque ha avanzado hacia la creación de un nuevo hombre”. A veces, cuando compruebo que en nuestra América continúan surgiendo quimeras de ese tipo (aunque más híbridas y trasnochadas que las de antaño) me transporto de regreso a esa noche de 1974 y le digo al dichoso contertulio maoísta, mental y retroactivamente, lo que en esa ocasión debí decirle: que cuando los sueños de la razón se derrumban, los de su laya nunca están a mano para recoger los escombros y comenzar la reconstrucción. Ya se han ido en busca del próximo mesías…

martes, 23 de marzo de 2010

TULIPANES Y CHARLATANES


La historia mundial de los grandes fraudes está recorrida por dos tipos de engaños masivos. Los primeros consisten en abusar de la fe religiosa de la gente. Por ejemplo, en los Estados Unidos hay predicadores televisivos que actúan impunemente apoyados en leyes que garantizan una irrestricta libertad de creencia; en ese país, si alguien decide hacerle fe a un malandrín que posa de santón, es problema suyo. Me declaro partidario de una amplia libertad religiosa y de pensamiento. El punto es que, dado que ni la credulidad ni la codicia tienen límites, cuando los corderos quedan entregados a su propio cuidado, los lobos hacen fiesta.

La televisión le ha permitido a maleantes de labia fácil, que en otra época habrían sido, a lo más, charlatanes trashumantes, llegar ahora a centenares de miles de televidentes, muchos de ellos dispuestos a desprenderse de cincuenta dólares a cambio de un pase expedito al cielo. (Bueno, en su tiempo, el negocio de las indulgencias de la Santa Sede, uno de los factores precipitantes de la reforma de Lutero, no fue tan diferente).

Entre los tele-evangelistas estadounidenses, el más desvergonzado ha sido Oral Roberts. En enero de 1989, este palabrero le comunicó a sus televidentes que Dios le había ordenado que recaudara ocho millones de dólares para fines de marzo de ese año, bajo pena de muerte. Llegada la fecha límite, había recibido nueve millones.
La otra gran corriente histórica de estafas masivas hace palidecer a estos sórdidos predicadores. Se trata de las grandes burbujas financieras. La primera de ellas fue la legendaria “Tulip-Manía”, de 1637. Antes de que la pompa especulativa estallara, un sólo bulbo de tulipán de la variedad Semper Augustus, se transaba en Amsterdam por el precio de cinco acres de buena tierra. Las superburbujas se forman sólo en los centros mundiales de las finanzas: hay otros cuatro casos registrados en Gran Bretaña, entre los siglos XVIII y XIX, y tres más que reventaron en Wall Street, en 1929, 2001 y en 2008 (el pasado mes de octubre).

“Hemos aprendido la lección; no volverá a suceder”. De cada uno de los descalabros económicos históricos, el mundo emergió recitando estas mismas palabras ¿Y por qué, sin embargo, las burbujas se repiten una y otra vez? Hay quienes citan a Einstein, quien decía que sólo había dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana (y sobre lo primero no estaba seguro). Otros destacan que la economía de mercado es como el arco iris, el cual posee un espectro perceptible pero tiene, por debajo y por encima, radiaciones invisibles. Estas serían, en el extremo inferior, la economía de subsistencia que no se refleja en el mercado; y en el superior, las altas finanzas, las cuales, en sus estratos más enrarecidos, sólo pueden detectar quienes manejan los instrumentos especulativos que ellos mismos inventaron. En tales alturas hay, periódicamente, enormes turbulencias. Imaginar una economía de mercado, agregan, sin que existan derrumbes financieros colosales cada cierto tiempo, es como desear un espectro electromagnético sin rayos ultravioletas. Y como estos colapsos son parte integral del sistema, la reconstrucción, inevitablemente, la solventamos todos.

Corríjanme si entendí mal: Si queremos una economía funcional debemos aceptar que los charlatanes que venden pomadas milagrosas son inseparables del sistema, que cada tanto tiempo se enriquecen al costo de echar abajo el tinglado completo y que la cuenta la pagamos los demás.

domingo, 21 de marzo de 2010

FARRAS Y LLANTOS


Una de las características humanas más arraigadas es la tendencia a proyectar el futuro como una extensión del presente, con mínimas variaciones; hasta que una avalancha demuestra lo contrario. Sin embargo, pasada la catástrofe, volvemos a recaer. En ninguna parte se expresa esta disposición con más fuerza que en los Estados Unidos.

Imaginemos que en 1980 alguien hubiera escrito que en los siguientes veinte años no era improbable que surgieran en el mundo cambios de calado mayor. Por ejemplo, que apareciera una nueva y gravísima enfermedad planetaria; que la comunicación se volviera instantánea y barata; que se derrumbara el imperio soviético; que se desentrañara el genoma humano y que muchos países europeos decidieran adoptar una moneda común. Habría que haber perdonado a los posibles lectores de este hipotético visionario si pensaron que tenía una imaginación encendida. Bueno, pasaron veinte años y después de la batalla todos fueron generales.

Sin embargo, hacia fines del siglo XX, Estados Unidos cayó en la misma actitud de tratar de avizorar el futuro a través del espejo retrovisor. Francis Fukuyama postulaba el triunfo del sistema liberal capitalista y un porvenir con algunos conflictos – claro está – pero dentro del marco de general aceptación de dicho modelo; en los Estados Unidos hubo excedentes presupuestarios por primera vez en mucho tiempo; no se vislumbraba todavía la emergencia de otro superpoder que pudiera disputarle a ese país el rol de hegemón en el nuevo orden global “unipolar”; el índice Nasdaq, de Wall Street, crecía sin parar, hasta el punto que algunos se preguntaban si no habría que relativizar la idea de los ciclos económicos. En fin, como dijo un comentarista, Estados Unidos creyó entonces que vivía un período de “vacaciones respecto de la historia”.

Y ya lo sabemos: El terror del 11 de septiembre de 2001 despertó al mundo a la realidad de una polarización global marcada por divisiones culturales y religiosas que se suponían superadas. Se derrumbó el Nasdaq; China siguió creciendo a todo vapor e India emergió como otro gigante; entretanto, bajo el gobierno de Bush, los recortes de impuestos y los costos de la Guerra en Iraq abrieron paso a mareadores déficits presupuestarios. Sin embargo, el crecimiento mundial cobraba nuevos bríos, de la mano de aventuradas especulaciones.

Y ahora, como cantaba Chavela Vargas, “otra vez a beber con extraños y a llorar por los mismos dolores”. La diferencia es que en esa canción se supone que el bebedor es quien se emborracha y, a la vez, lamenta sus padecimientos. En cambio, luego de la crisis subprime y de los rescates financieros sin precedentes, se confirma que la farra es para unos y el llanto para otros.

Algunos pronostican que cambiarán las reglas de funcionamiento del capitalismo en los Estados Unidos. Me parece más probable que se ajusten sólo por un tiempo y en pequeña medida. Creo, para ser fiel con la porfiada tendencia humana de proyectar el presente hacia el futuro, que los Estados Unidos seguirá chapoteando, como siempre, en la fuente de la eterna juventud, o mejor dicho, en la de la perpetua adolescencia. El credo nacional de ese país es que no se ha inventado otro mejor y que al final, todo será para bien. En eso han consistido tanto la inédita pujanza como los desbordes colosales de esa nación única; sus reiteradas caídas y su perenne resiliencia; el ímpetu embriagador y creativo de sus libertades que coexiste con la más feroz rapiña que haya prohijado el libertinaje.

2009: EL AÑO DEL DESENGAÑO


Una cosa son los desalientos y otra los desengaños. Los primeros consisten en una falta de perseverancia; los segundos nacen de un exceso de inocencia, que en la infancia se llama candor y en la edad adulta, estupidez.

Sobre la merma de la perseverancia, ya nos prevenía Séneca. En una carta a su discípulo Lucilio le recuerda que “sembramos aun después de una mala cosecha... , luego de un naufragio, volvemos a arriesgarnos en el mar...”. Hoy en día diríamos: “Sí, se puede”. Es el lema de los tenaces, de los que intentan una y otra vez aquello que es posible conseguir siempre que se venza el desaliento. En cambio, los desengañados son quienes terminan por darse cuenta que, ¡ay!, aquello en lo cual creyeron o en lo que, por conveniencia, necesitaron creer, era un espejismo.

En los niños, la inocencia que precede al desengaño se explica porque ellos viven las fantasías como si fuesen realidades. La pérdida de ese candor está jalonada de memorables desencantos. Todavía recuerdo los míos e imagino que mis tempranas experiencias no fueron especialmente originales. Tendría unos siete años de edad cuando, a la salida del cine, después de ver un filme de Superman, corrí por la calle, imitando lo que hacía el Hombre de Acero antes de emprender el vuelo. El tironeo de la fuerza de gravedad me reveló de golpe que nunca podría volar por mis propios medios. Poco después debí contender con otras verdades: que algún día me iba a morir, que el Viejo Pascuero era una invención y que la cigüeña no era responsable de los nacimientos. Todavía era yo lo bastante inocente como para pedirle a mi mamá que me confirmara esta última hipótesis. Por primera vez la vi ruborizarse, confundida.

Ya mayorcito, fui dejando atrás, poco a poco, otras inocentadas: la fascinación por las explicaciones omnímodas que ofrecen los dogmas y las ideologías absolutas, la creencia simplista de que la condición humana puede cambiar en unas pocas generaciones, para correr a la par de nuestros anhelos y, finalmente, las anticipaciones bucólicas que uno abriga sobre la tercera edad. Con todo, todavía creo firmemente en la virtud de la tenacidad... Sin espejismos, claro está. Algo así como esa frase que propugna un “idealismo sin ilusiones”.

Bueno, luego de esta larga introducción, declaro que 2009 ha sido el año del más definitivo de los desengaños. No me refiero al estallido de la enorme burbuja financiera global. Otras han existido antes. Tampoco al hecho que Bernie Madoff haya roto todos los records mundiales de la estafa con sus aires de hombre serio y sus promesas de trato exclusivo. No, el asunto va más allá. Ahora descubrimos finalmente que, según se nos dice, en un mundo complejo no podemos hacer due diligence de todo. Que, por tanto, hay que fiarse en algún grado de las apariencias, aunque sea con las debidas regulaciones y cautelas, y que, más tarde o más temprano, algunos manipularán las apariencias y otros se creerán el cuento. Que si bien un sistema así construido es repulsivo, las alternativas serían más impresentables todavía.

Puede ser cierto. Pero si no van a acabarse ni las inocentadas (que suelen ser más calculadas que ingenuas, que quede en claro) ni los engaños, ojalá que tampoco se agote el tesón por seguir intentando hacer las cosas mejor, aunque ambos se vayan persiguiendo en círculo, mordiéndose recíprocamente la cola, en los años y siglos por venir.