
Estas líneas no pretenden ser un elogio de la amnesia ni tampoco un llamado a olvidarse por completo de la denominación de las cosas. Se trata, sí, de destacar la importancia de no quedarse atrapado en los nombres porque ello limita nuestra aptitud para entender y atrofia nuestra capacidad de apreciar.
El ejemplo más socorrido es el del nombre “pescado crudo”, que para muchos trae asociaciones ominosas que les impiden disfrutar del sushi. Si ellos pudieran olvidar por un momento que están comiendo frutos del mar sin cocción, quizás podrían degustarlos sólo a partir de sus sabores, texturas y aromas, y no rechazarlos como el alimento para focas que sugiere la expresión “pescado crudo”.
Claro que la pérdida permanente de la facultad de identificar puede ser invalidante. El neurólogo Oliver Sachs, en su libro ”El Hombre que Confundió a su Mujer con un Sombrero” narra el caso de un paciente con un daño cerebral que le impedía armar un conjunto coherente a partir de los distintos componentes visuales que percibía. Mirando la cara de alguien, veía perfectamente dos ovalos horizontales (los ojos), una abertura más abajo (la boca), etc., pero no podía representarse un rostro, menos aún darle un nombre.
Ese caso reafirma algo evidente: necesitamos reconocer, distinguir, agrupar, clasificar, para poder manejarnos en el día a día y para transitar expeditamente por los senderos del saber y del aprender. Dicho conjunto de funciones es semejante a la labor de edificar, pero si aceptamos este símil, habrá que recordar también que las construcciones precisan de aberturas: puertas, ventanas, ductos y patios. Por lo mismo, es esencial ejercitarnos en saber suspender, selectiva y temporalmente, la facultad de identificar, no sólo para abrirnos a aventuras culinarias aparentemente exóticas, sino también, por ejemplo, para la apreciación de las artes visuales y, en general, de todo lo visible.
Lawrence Weschler desarrolla esta idea en su libro “Ver es Olvidar el Nombre de las Cosas que Vemos”. El punto es que si, en vez de asignar la denominación de “mesa” o “silla” al objeto que estamos contemplando (sin que procuremos llegar más allá de la identificación), notáramos debidamente sus líneas, ángulos, colores, vetas y manchas, estaríamos “viéndolo” de verdad. Esa misma actitud nos permitiría discernir una obra de arte no figurativo, por encima del simple “no la entiendo”.
Shakespeare ilumina hasta qué punto un nombre puede ser instrumento de prejuicios. En su célebre tragedia del amor adolescente, Julieta se pregunta sobre qué importa un nombre, cuando se entera que el de Romeo identifica al objeto de su amor a primera vista como miembro de los Montesco, la familia archienemiga de la suya. “Bajo cualquier otro nombre, la rosa exhalaría la misma dulce fragancia”, reflexiona la enamorada muchacha.
Convengamos, sí, que a veces es preferible que no sepamos lo que hay detrás de un nombre y que éste, más que una barrera al entendimiento, opera como una pantalla que nos protege de algo que más vale que permanezca ignorado. Por ello, un viejo refrán alemán (¿o es polaco?) sostiene que si queremos comer salchichas, mejor no averigüemos de qué están hechas. Un dicho que es, por lo demás, plenamente aplicable al campo de la política, entre muchos otros ámbitos del quehacer humano.
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