
Los sistemas políticos nacen, viven, mueren y renacen. Chile nació con un declarado ideario republicano. En el curso de su laboriosa vida independiente, la convivencia nacional se ha quebrado radicalmente en dos momentos. Hoy, luego de la última refundación, el país procura realizar las tareas incumplidas.
La emergencia de un nuevo Estado, suele ocurrir en un tiempo concentrado (en Chile, aproximadamente, entre 1810 y 1833). Esos períodos poseen gran valor simbólico para futuras generaciones. Se diría que en ellos se elabora el software ético y político de una nación, el cual se va actualizando, a lo largo de las décadas y los siglos, aunque siempre marcado por su configuración inicial.
Desde luego, los nuevos Estados no brotan de la nada. En Chile, tanto las raíces precolombinas como el peso de la herencia hispana contribuyeron a moldear la nación que hemos sido. Con todo, el período fundacional de un nuevo país le da a una comunidad nacional un nítido sello de identidad y sentido.
Chile nació durante el auge de los ideales liberales forjados en el siglo XVIII. Ellos definieron nuestra “hoja de ruta”. Sus nociones centrales son la igual dignidad y derechos de toda persona y la voluntad popular como base de la legitimidad del poder. Este ideario implica que el sentido de una sociedad política es maximizar los beneficios de la cooperación, en un clima de seguridad que les permita a todos desenvolverse autónomamente, sobre una base de igualdad de oportunidades.
Durante dos siglos, la historia de los países americanos ha estado marcada por el intento trabajoso de concretar tales principios, o, con más frecuencia, por el afán de pretender que se avanza en esa dirección, cuando la realidad muestra estancamientos o retrocesos. Chile ha sido una excepción relativa a esta última tendencia.
Las primeras conquistas igualitarias republicano-liberales fueron la abolición legal de la sociedad de clases privilegiadas y de la esclavitud. También se inició un largo proceso, hoy todavía inconcluso, de erradicación de las discriminaciones (principalmente, las que se basan en la religión, raza o género). El camino no ha sido llano. En Chile, las declaraciones iniciales de igualdad legal no se han materializado plenamente en la práctica. Aunque con el tiempo se superaron algunas formas extremas de servidumbre y sometimiento, subsiste la marginación o exclusión social de sectores de la población.
Hacia la segunda mitad del siglo XIX, se hizo claro, en todo Occidente, que las igualdades legales, frutos de la primera oleada de pensamiento liberal, eran fundamentales pero no suficientes. Frente a la dramática desigualdad de hecho que sufrían los pobres, fue cobrando fuerza la alternativa de transformar revolucionariamente la sociedad. A partir de entonces y hasta el fin de la Guerra Fría, 140 años más tarde, la lucha por la hegemonía política nacional y mundial tomó la forma de grandes pugnas ideológicas.
De este tipo conflictos políticos ha estado plagada la vida de las sociedades modernas. Sin embargo, cuando se extreman, pueden provocar la muerte de un sistema político, la que frecuentemente va acompañada de grandes atrocidades. Ello sucedió en Chile en 1891 y en 1973.
En décadas recientes, luego de la última refundación de nuestro país, ha habido nuevos avances hacia los ideales fundacionales. Las nociones de democracia, derechos humanos e igualdad de oportunidades concitan gran aprobación, al menos retóricamente. Hay mayor espacio para el emprendimiento. La sociedad civil ha cobrado más protagonismo, lo que es clave para hacer realidad el principio democrático de la soberanía popular. Ha ganado terreno la idea de que tenemos derechos pero también responsabilidades: debemos, a la vez, contar con medidas de solidaridad social y valernos por nosotros mismos, en toda la medida de lo posible.
Hoy subsisten dos grandes desafíos. El primero es alcanzar una situación de efectiva inclusión social que provea igualdad de oportunidades para todos, superando la discriminación y la marginación que sufren sectores del país. El segundo reto es la modernización del Estado y la sociedad, junto con desarrollar una capacidad de constante adaptación a las exigencias de los tiempos.
Abordar estas tareas exige superar algunos lastres que continúan dividiéndonos. Cincuenta años atrás, Chile estaba escindido, ideológicamente, en tres tercios irreconciliables. Actualmente, tales extremas diferencias parecen superadas, pero existen otras grietas no tan claramente visibles: Por una parte, hay quienes no están dispuestos a ceder ni un ápice de sus privilegios en pro de construir una sociedad justa y sostenible. Por otra, hay quienes prefieren esperar todo del Estado. Para realizar el ideal republicano inscrito en nuestra acta de nacimiento como país, se requiere que pueda prevalecer, en el largo plazo, una tercera actitud: la de quienes advierten que el emprendimiento es la savia de una sociedad, pero que la inclusión y la justicia social son sus raíces y tronco.
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