domingo, 21 de marzo de 2010

2009: EL AÑO DEL DESENGAÑO


Una cosa son los desalientos y otra los desengaños. Los primeros consisten en una falta de perseverancia; los segundos nacen de un exceso de inocencia, que en la infancia se llama candor y en la edad adulta, estupidez.

Sobre la merma de la perseverancia, ya nos prevenía Séneca. En una carta a su discípulo Lucilio le recuerda que “sembramos aun después de una mala cosecha... , luego de un naufragio, volvemos a arriesgarnos en el mar...”. Hoy en día diríamos: “Sí, se puede”. Es el lema de los tenaces, de los que intentan una y otra vez aquello que es posible conseguir siempre que se venza el desaliento. En cambio, los desengañados son quienes terminan por darse cuenta que, ¡ay!, aquello en lo cual creyeron o en lo que, por conveniencia, necesitaron creer, era un espejismo.

En los niños, la inocencia que precede al desengaño se explica porque ellos viven las fantasías como si fuesen realidades. La pérdida de ese candor está jalonada de memorables desencantos. Todavía recuerdo los míos e imagino que mis tempranas experiencias no fueron especialmente originales. Tendría unos siete años de edad cuando, a la salida del cine, después de ver un filme de Superman, corrí por la calle, imitando lo que hacía el Hombre de Acero antes de emprender el vuelo. El tironeo de la fuerza de gravedad me reveló de golpe que nunca podría volar por mis propios medios. Poco después debí contender con otras verdades: que algún día me iba a morir, que el Viejo Pascuero era una invención y que la cigüeña no era responsable de los nacimientos. Todavía era yo lo bastante inocente como para pedirle a mi mamá que me confirmara esta última hipótesis. Por primera vez la vi ruborizarse, confundida.

Ya mayorcito, fui dejando atrás, poco a poco, otras inocentadas: la fascinación por las explicaciones omnímodas que ofrecen los dogmas y las ideologías absolutas, la creencia simplista de que la condición humana puede cambiar en unas pocas generaciones, para correr a la par de nuestros anhelos y, finalmente, las anticipaciones bucólicas que uno abriga sobre la tercera edad. Con todo, todavía creo firmemente en la virtud de la tenacidad... Sin espejismos, claro está. Algo así como esa frase que propugna un “idealismo sin ilusiones”.

Bueno, luego de esta larga introducción, declaro que 2009 ha sido el año del más definitivo de los desengaños. No me refiero al estallido de la enorme burbuja financiera global. Otras han existido antes. Tampoco al hecho que Bernie Madoff haya roto todos los records mundiales de la estafa con sus aires de hombre serio y sus promesas de trato exclusivo. No, el asunto va más allá. Ahora descubrimos finalmente que, según se nos dice, en un mundo complejo no podemos hacer due diligence de todo. Que, por tanto, hay que fiarse en algún grado de las apariencias, aunque sea con las debidas regulaciones y cautelas, y que, más tarde o más temprano, algunos manipularán las apariencias y otros se creerán el cuento. Que si bien un sistema así construido es repulsivo, las alternativas serían más impresentables todavía.

Puede ser cierto. Pero si no van a acabarse ni las inocentadas (que suelen ser más calculadas que ingenuas, que quede en claro) ni los engaños, ojalá que tampoco se agote el tesón por seguir intentando hacer las cosas mejor, aunque ambos se vayan persiguiendo en círculo, mordiéndose recíprocamente la cola, en los años y siglos por venir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario