domingo, 21 de marzo de 2010

FARRAS Y LLANTOS


Una de las características humanas más arraigadas es la tendencia a proyectar el futuro como una extensión del presente, con mínimas variaciones; hasta que una avalancha demuestra lo contrario. Sin embargo, pasada la catástrofe, volvemos a recaer. En ninguna parte se expresa esta disposición con más fuerza que en los Estados Unidos.

Imaginemos que en 1980 alguien hubiera escrito que en los siguientes veinte años no era improbable que surgieran en el mundo cambios de calado mayor. Por ejemplo, que apareciera una nueva y gravísima enfermedad planetaria; que la comunicación se volviera instantánea y barata; que se derrumbara el imperio soviético; que se desentrañara el genoma humano y que muchos países europeos decidieran adoptar una moneda común. Habría que haber perdonado a los posibles lectores de este hipotético visionario si pensaron que tenía una imaginación encendida. Bueno, pasaron veinte años y después de la batalla todos fueron generales.

Sin embargo, hacia fines del siglo XX, Estados Unidos cayó en la misma actitud de tratar de avizorar el futuro a través del espejo retrovisor. Francis Fukuyama postulaba el triunfo del sistema liberal capitalista y un porvenir con algunos conflictos – claro está – pero dentro del marco de general aceptación de dicho modelo; en los Estados Unidos hubo excedentes presupuestarios por primera vez en mucho tiempo; no se vislumbraba todavía la emergencia de otro superpoder que pudiera disputarle a ese país el rol de hegemón en el nuevo orden global “unipolar”; el índice Nasdaq, de Wall Street, crecía sin parar, hasta el punto que algunos se preguntaban si no habría que relativizar la idea de los ciclos económicos. En fin, como dijo un comentarista, Estados Unidos creyó entonces que vivía un período de “vacaciones respecto de la historia”.

Y ya lo sabemos: El terror del 11 de septiembre de 2001 despertó al mundo a la realidad de una polarización global marcada por divisiones culturales y religiosas que se suponían superadas. Se derrumbó el Nasdaq; China siguió creciendo a todo vapor e India emergió como otro gigante; entretanto, bajo el gobierno de Bush, los recortes de impuestos y los costos de la Guerra en Iraq abrieron paso a mareadores déficits presupuestarios. Sin embargo, el crecimiento mundial cobraba nuevos bríos, de la mano de aventuradas especulaciones.

Y ahora, como cantaba Chavela Vargas, “otra vez a beber con extraños y a llorar por los mismos dolores”. La diferencia es que en esa canción se supone que el bebedor es quien se emborracha y, a la vez, lamenta sus padecimientos. En cambio, luego de la crisis subprime y de los rescates financieros sin precedentes, se confirma que la farra es para unos y el llanto para otros.

Algunos pronostican que cambiarán las reglas de funcionamiento del capitalismo en los Estados Unidos. Me parece más probable que se ajusten sólo por un tiempo y en pequeña medida. Creo, para ser fiel con la porfiada tendencia humana de proyectar el presente hacia el futuro, que los Estados Unidos seguirá chapoteando, como siempre, en la fuente de la eterna juventud, o mejor dicho, en la de la perpetua adolescencia. El credo nacional de ese país es que no se ha inventado otro mejor y que al final, todo será para bien. En eso han consistido tanto la inédita pujanza como los desbordes colosales de esa nación única; sus reiteradas caídas y su perenne resiliencia; el ímpetu embriagador y creativo de sus libertades que coexiste con la más feroz rapiña que haya prohijado el libertinaje.

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