martes, 23 de marzo de 2010
TULIPANES Y CHARLATANES
La historia mundial de los grandes fraudes está recorrida por dos tipos de engaños masivos. Los primeros consisten en abusar de la fe religiosa de la gente. Por ejemplo, en los Estados Unidos hay predicadores televisivos que actúan impunemente apoyados en leyes que garantizan una irrestricta libertad de creencia; en ese país, si alguien decide hacerle fe a un malandrín que posa de santón, es problema suyo. Me declaro partidario de una amplia libertad religiosa y de pensamiento. El punto es que, dado que ni la credulidad ni la codicia tienen límites, cuando los corderos quedan entregados a su propio cuidado, los lobos hacen fiesta.
La televisión le ha permitido a maleantes de labia fácil, que en otra época habrían sido, a lo más, charlatanes trashumantes, llegar ahora a centenares de miles de televidentes, muchos de ellos dispuestos a desprenderse de cincuenta dólares a cambio de un pase expedito al cielo. (Bueno, en su tiempo, el negocio de las indulgencias de la Santa Sede, uno de los factores precipitantes de la reforma de Lutero, no fue tan diferente).
Entre los tele-evangelistas estadounidenses, el más desvergonzado ha sido Oral Roberts. En enero de 1989, este palabrero le comunicó a sus televidentes que Dios le había ordenado que recaudara ocho millones de dólares para fines de marzo de ese año, bajo pena de muerte. Llegada la fecha límite, había recibido nueve millones.
La otra gran corriente histórica de estafas masivas hace palidecer a estos sórdidos predicadores. Se trata de las grandes burbujas financieras. La primera de ellas fue la legendaria “Tulip-Manía”, de 1637. Antes de que la pompa especulativa estallara, un sólo bulbo de tulipán de la variedad Semper Augustus, se transaba en Amsterdam por el precio de cinco acres de buena tierra. Las superburbujas se forman sólo en los centros mundiales de las finanzas: hay otros cuatro casos registrados en Gran Bretaña, entre los siglos XVIII y XIX, y tres más que reventaron en Wall Street, en 1929, 2001 y en 2008 (el pasado mes de octubre).
“Hemos aprendido la lección; no volverá a suceder”. De cada uno de los descalabros económicos históricos, el mundo emergió recitando estas mismas palabras ¿Y por qué, sin embargo, las burbujas se repiten una y otra vez? Hay quienes citan a Einstein, quien decía que sólo había dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana (y sobre lo primero no estaba seguro). Otros destacan que la economía de mercado es como el arco iris, el cual posee un espectro perceptible pero tiene, por debajo y por encima, radiaciones invisibles. Estas serían, en el extremo inferior, la economía de subsistencia que no se refleja en el mercado; y en el superior, las altas finanzas, las cuales, en sus estratos más enrarecidos, sólo pueden detectar quienes manejan los instrumentos especulativos que ellos mismos inventaron. En tales alturas hay, periódicamente, enormes turbulencias. Imaginar una economía de mercado, agregan, sin que existan derrumbes financieros colosales cada cierto tiempo, es como desear un espectro electromagnético sin rayos ultravioletas. Y como estos colapsos son parte integral del sistema, la reconstrucción, inevitablemente, la solventamos todos.
Corríjanme si entendí mal: Si queremos una economía funcional debemos aceptar que los charlatanes que venden pomadas milagrosas son inseparables del sistema, que cada tanto tiempo se enriquecen al costo de echar abajo el tinglado completo y que la cuenta la pagamos los demás.
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